La Fiesta de Pentecostés, originalmente se denominaba “Fiesta de las Semanas”. Tal como se indica en (Ex 34:22):“Celebren la fiesta de las Semanas, la de los primeros frutos de la cosecha de trigo”; era una fiesta movible pues dependía de cuándo llegaba cada año la cosecha a su sazón, pero tendría lugar casi siempre durante el mes judío de Siván, equivalente a nuestro Mayo/Junio. En su origen tenía un sentido fundamental de acción de gracias por la cosecha recogida, pero pronto se le añadió un sentido histórico: se celebraba en esta fiesta el hecho de la alianza y el don de la ley.
En el marco de esta fiesta judía, el libro de los Hechos coloca la venida del Espíritu Santo sobre los apóstoles (Hch 2:1-4): “Al llegar el día de Pentecostés, estaban todos reunidos en el mismo lugar. De pronto, vino del cielo un ruido, semejante a una fuerte ráfaga de viento, que resonó en toda la casa donde se encontraban. Entonces vieron aparecer unas lenguas como de fuego, que descendieron por separado sobre cada uno de ellos. Todos quedaron llenos del Espíritu Santo, y comenzaron a hablar en distintas lenguas, según el Espíritu les permitía expresarse”.
Es pues la fiesta de Pentecostés el segundo domingo más importantes del año litúrgico, después de la Pascua; y la Iglesia la destaca como la conclusión de la cincuentena pascual. En donde los cristianos tenemos la oportunidad de vivir intensamente la relación existente entre la Resurrección de Cristo, su Ascensión y la venida del Espíritu Santo. Por lo que no debemos limitar al día de Pentecostés solamente a celebrar la fiesta en honor al Espíritu Santo. Sin embargo no debemos olvidar que el Espíritu Santo estuvo presente en el nacimiento de la Iglesia, y que siempre estará presente entre nosotros inspirándonos y llenándonos de todas sus gracias.
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